miércoles, 2 de junio de 2010

Derrames...



¿Quien no ha sentido alguna vez la necesidad de cerrar la puerta a su espalda y caminar sin mirar atrás? Da igual si cierras esa puerta suavemente, aunque lo ideal es pegar un fuerte portazo y luego sacar el dedo medio, eso si, sin dejar de caminar.
Hacia delante, siempre hacia delante. Sin mirar atrás. Fantástico. Lástima que sólo sea eso: fantasía, las puertas que tengo que cerrar son tantas que el miedo me atenaza y me impide reaccionar. Yo, que siempre me vanaglorié de hacerle frente a las cosas; yo, que gritaba con la boca grande que nadie, escúchame bien, NADIE, haría de mi un fiel reflejo de las mujeres que veía por ahí; yo, que presumía ante mis amigas de soltería de oro, de independencia, de hacer lo que me daba la gana, me como (sin patatas) mis palabras una a una. Amargas que están, las muy jodidas. Y ni una puta cerveza para acompañar. Así están las cosas. ¿Algún color después del negro?

¿Quien lo puso en mi camino? ¿Quién? ¿Qué maldita conjunción de estrellas hizo que me cruzara con el? Vale, no creo en las conjunciones de estrellas marcadoras de destinos, pero quedaba bien maldecirlas, muy sucio, muy real. Real como la vida, diría esa presentadora que quiere vendernos algo, lo que sea, lo que no necesitamos, da igual: cómpralo, no lo necesitas, pero, ¿qué harás sin él? ¿Qué haré sin él? Sin querer he vuelto a hablar de él, es como un círculo vicioso que me está arruinando la vida (tan real). Voy a fumarme un cigarrillo, con los pulmones llenos de humo pienso mejor. Acompáñame.

-       Tú debes tener más de treinta –me dijo.
-       ¿Años? ¿Y a ti que te importa? (mamón).
-       Lo digo porque destacas entre tanta cría –lo arregló.
-       Vaya, debes ser el único tío por aquí que no babea con las crías. Voy andando con cuidado para no resbalar…
-       No, a mi me gustan de más de treinta.
-       Pero tú no debes tener más de veinticinco –mirándolo me daba cuenta de que veinticinco eran muchos.
-       Tengo veintisiete y una teoría –me contestó con una sonrisa.
-       Vaya, te conservas muy bien –me odié por decir eso, pero así fue y así lo cuento -¿y qué teoría es esa?
-       Mi teoría es que cuando uno quiere echar un buen polvo y además hacerlo en la primera cita, o el primer encuentro, o como quieras llamarlo, hay que fijarse en una de más de treinta.
-       ¿Y por qué?
-       Pues porque las de veinte todavía van buscando el príncipe azul, quieren besos, quieren citas, quieren que las llames por teléfono…
-       ¿Y las de más de treinta no? –interrumpí.
-       No, las de más de treinta quieren lo mismo que yo: un polvo de una noche, sin preocupaciones, sexo y nada más. Así que si quiero un buen polvo sin consecuencias, elijo a una mujer de más de treinta años –concluyó.
-       ¡Ja! –no pude evitar reír -¿y cuantas veces te ha pasado eso?
-       Ya te he dicho que es una teoría –sonrió.

Esa noche llevamos la teoría a la práctica, y a mi se me olvidó que tenía más de treinta, y que no quería ataduras, ni llamadas de teléfono. Me convertí en lo que no quería ser y dejé de ser lo que creía que era. Porque ahí está el quid de la cuestión ¿quién era yo? ¿la dura que no se enamoraba de ninguno, la mujer independiente? El descubrir que yo en realidad era otra persona fue brutal. Tanto que me superó en el sentido más literal de la palabra: fui desbordada por esa nueva personalidad (asquerosa) que se adueñó de mis actos y mis pensamientos, como si siempre hubieran sido suyos. Quizá lo eran y mi yo anterior no era más que una ficción. Siempre he sido muy fantasiosa, pero nunca pensé que hasta el punto de vivir más de treinta años (ja) con una personalidad impostada.
Me parece que voy a necesitar algo más fuerte que un cigarrillo si quiero seguir escribiendo. Luego vuelvo.